Ellos eran como calles perpendiculares, podían separarse cientos de kilómetros pero al final siempre acababan encontrándose. Ella siempre olía a miel y él a café recién hecho. Ella tenía el pelo desborotado y los ojos llenos de historias. Le encantaba reírse e ir descalza, y escondía en su corazón un mundo que siempre estaba patas arriba. Él era capaz de organizar ese caos con elegancia, aunque su cabeza fuera una burbuja llena de ideas disparatadas. Siempre tenía las manos frías y se quedaba dormido cuando le acariciaban las orejas. "Si haces reír a una chica te la has ganado", solía decir con orgullo cuando le hacía cosquillas, y por un segundo se convertía en el Don Juan de alguna película de los ochenta. Luego volvía a su planeta y apoyaba los pies en la Tierra.
Nunca se prometieron la Luna, pero les encantaba dormir bajo las estrellas. Para ellos cada día era una aventura nueva en el espacio, ese que evitaban que existiese entre ambos. Eran campistas de aeropuertos, cantautores de duchas y piratas de besos. Parecían sacados de un largometraje de ciencia ficción, una mezcla intereante de sal y pimienta.
Nunca tuvieron certeza de nada excepto de quererse. Nunca estuvieron seguros de si volverían a verse. Compensaban el tiempo que pasaban separados con sorpresas y cartas que atravesaban el mundo con el único propósito de hacer feliz al otro.
Un día de verano se despertaron en una cama inmensa. Se habían pasado la noche enredando y desenredando las sábanas. Él se quedó unos segundos observando como ella respiraba profundamente. Su espalda se elevaba al compás de una nota blanca y entre sus labios se dibujó una leve sonrisa. Le gustaba hacerse la dormida cuando sentía esos ojos almendra recorriéndola. Que loco le volvía que lo supiera y aun así le dejase disfrutar de las vistas. "Cásate conmigo" le susurró entonces.
Aún se acuerda del beso que ella le devolvió aquella mañana, aún lo siente sobre su piel. Le coge la mano y mirando al infinito tararea la estrofa de una canción que versa sobre volver a casa. Luego recuerda en voz baja esas líneas de guión de las que nunca se ha deshecho porque a ella le encantaba oírlas. Ahora ya no las recuerda, como tampoco le recuerda a él, porque con el tiempo ha perdido la memoria.
A lo mejor hoy se acuerda y llora, quien sabe, a veces regresa de su calle paralela para cruzarse otra vez con sus recuerdos. Él ya no puede verla, pero sigue negándose a admitir que la vejez le ha vuelto ciego. "El amor es ciego", dice siempre, "yo no estoy ciego de viejo sino de enamorado", contesta.
Cogerse de la mano les proporciona la seguridad que sus respectivas cabeza y ojos ya no les dan, le provoca esa mezcla de paz y adrenalina que solo la felicidad conoce. Ya han pasado 75 años desde que sus calles se juntaron en esa plaza por primera vez, todo parece haber cambiado y en especial su apariencia, que ha encogido y se ha arrugado. "Se me ha ido la cabeza con razón", dice ella recuperabdo la cordura por un segundo, "sigo estando loca por ti", añade juguetona. "No importa lo que digan" contesta el mientras apunta con su mano derecha hacia el pecho, "ni siquiera el tiempo puede con esto": y desde la inmensa oscuridad que le nubla los ojos responde a su primera afirmación: "Yo también te quiero".
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